Cuarenta días confinadas, nos despistamos con canciones, libros, películas, recuerdos, fotografías nos agarramos a ellas como a un chaleco salvavidas para no ahogarnos, pero inevitablemente cada cual vamos reconociendo sombras escondidas o camufladas, a algunas personas las sombras se las han comido y han reventado sus límites, a otras se les han aparecido tímidamente y algunas han sido capaces de domarlas.
Somos población espectadora, tan sólo eso, de cómo un virus devora un sistema sanguinario y un adormecimiento global de la humanidad, acostumbrada a tolerar la muerte de quien no es como yo, hombre, blanco, occidental. Acostumbradas y cómplices a un reparto de riquezas que mata a medio mundo sin escrúpulos, cooperantes de la destrucción de la naturaleza y sus habitantes incluidas nosotras sin apenas pestañear ni ser capaces de reaccionar. Normalizadoras del asesinato incesante de mujeres, de la barbarie en nombre de la riqueza y del odio extendido como analgésico a este sistema. Caminamos, seguimos como autómatas sin sentir.
Y me pregunto, ¿dónde estoy? ¿Cuál es el virus y cuál la cura?
De repente las emociones nos invaden, nos desequilibran, lloramos, sentimos ansiedad, queremos cambios, sentimos infelicidad, tristeza, nostalgia, enfado, ira, y nos volvemos a cegar…pensamos que necesitamos estar bien, desenchufarnos de nuevo y seguir…
Hoy al despertarme y subir la persiana he mirado el cielo, he mirado la calle, vacía y silenciosa y cuando iba a volver hacia dentro, a mi mundo, un movimiento en la ventana de enfrente me ha retenido, una señora mayor estaba haciendo la misma rutina que yo, nos hemos mirado unos segundos sin decir nada a los ojos y de repente mis músculos se han relajado, he sonreído como si fuese un espejo de ella que lo hacía desde el principio y he sentido que el día cobraba sentido. Tan sencillo, tan humano.
No quiero olvidarlo, no quiero volver a olvidarlo.